En Santiago, ciudad capital de nuestro país, un día de febrero de 2007 a eso de las 19 horas, un hombre me marcaría por el resto de mis días…
Era un día jueves de infinito calor, mientras caminaba muchas veces pensé que las zapatillas que calzaba quedarían pegadas al pavimento, pero no fue así, con mucho esfuerzo logré llegar a la tienda del centro de la ciudad en que me encontraría con la persona que luego me llevó a conocerlo. Después de un bien merecido jugo, fuimos a un lugar que jamás olvidaría… llegamos a una antigua casona que a pesar de sus años, tenía una atmosfera cálida y moderna. Fue allí en una pieza perfectamente limpia, donde estaba él. Al verme, sonrió. Pero, no tan sólo su boca sonreía, también lo hacían sus ojos, sus profundos ojos verdes. Se encontraba sentado frente a un escritorio en que se distinguían cientos de dibujos de brillantes colores. Con un poco de vergüenza por lo embobada que parecía, lo saludé.
El que me llevó allí de pronto, nos dejó a solas, conversamos un rato, reímos de todo, de nada. Mientras escuchábamos música, me recosté, se acercó, veía su rostro tan cerca de mí… “te va a doler” dijo. “No importa” respondí y cerré los ojos, apreté los dientes. No era tiempo de arrepentirse.
Salí tarde de aquella casona, ya estaba oscuro… ¿Y ahora qué hago?... ¿Dónde estoy?… mi “guía” jamás volvió… dejándome a mi libre albedrío… a mi libre falta de orientación… cómo llegué a casa esa noche, ya casi no lo recuerdo.
Después de todo, ¿qué puedo decir?, el tatuaje quedó muy bien.